EL ESPIRITU VIENE EN AYUDA DE NUESTRA IMPOTENCIA


P. Paulino Toral

 
Sor Faustina dejó escrito que caminar por la santidad es sumamente fácil. Santa Teresita, igual, que la senda de la vida en Cristo es sumamente sencilla.
 
Nosotros también, a partir de nuestra propia experiencia, podemos dar testimonio de que cuando estuvimos sumergidos en el pecado, se nos antojó, no sólo sumamente difícil, sino imposible salir del desfallecimiento en el que el Maligno, nuestras pasio-nes y el mundo en que estamos inmersos, nos habían introducido. Pero si, por la gracia de Dios, logramos un buen día, por ejemplo, a través de una sincera Confesión, salir del pecado, y emprender el camino del bien, nos dimos cuenta que la cosa no era tan, tan difícil, y hasta nos sentimos “ligeritos” y contentos y la vida con Dios nos parece bella. 
Y si hemos sido capaces de mantenernos en el camino de la Gracia de Dios, siendo fieles a los detalles y siendo delicados de conciencia, nos pareció una locura y un absurdo hacer lo que hicimos y caer en donde caímos. Y aborrecemos lo que habíamos amado y amamos lo que habíamos aborrecido, como decía San Agustín.

Y no sólo eso, sino que, si por la Bondad infinita del Buen Dios, logramos sumergirnos en la vida de Comunión con Dios, no sólo nos parece bárbaro haber vivido  lejos de Dios, sino que tenemos tanto aborrecimiento al pecado, que rechazamos con prontitud la menor insinuación del Maligno, las invitaciones del mundo  o las tentaciones de la carne;  y, ahora empezamos a darnos cuenta que lo difícil no era ser bueno, sino ser malos…Y nos decimos a nosotros mismos: – “¡Ni estando loco volvería a hacer lo que hice, y meterme en donde tan absurdamente me metí! ¡Dios mío: qué bárbaro fui!”
Y estando como estamos, tan bien, tan felices, tan contentos.., coincidimos con Faustina y Teresita y, juntamente con ellos pen-samos que ser buenos es fácil, es posible e incluso, muy gratificante, muy agradable… Y terminamos convenciéndonos de los caminos divinos son sumamente humanos… ¡Nada tan humano como lo divino!
 
En este proceso – conviene que lo sepamos –  ha actuado desde “el comienzo del comienzo” el Espíritu Santo. Al pecar, nos hemos ido al fondo de un abismo. Jesús vino a rescatarnos. Pero Jesucristo no es un rescatador que desde arriba nos va leyendo el manual del socorrista, dándonos indicaciones sobre qué debemos hacer y cómo debemos actuar para salir del abismo,  sino que desciende al fondo del barranco del pecado y se hace en todo semejante a nosotros – se hace uno de los nuestro, se hace humano –, menos en el pecado , y siendo humano, igual que nosotros, nos rehabilita, trasmitiéndonos su Espíritu, el mismo Espíritu que a Él le ayudó a permanecer absolutamente fiel al Padre en los momentos más amargos de la Pasión. Nuestro “socorrista” baja con su maletín de primeros auxilios que contiene los 7 Dones y nos los trasmite, sin que nosotros tengamos que decirle qué debe hacer; porque nosotros no sabemos ni siquiera lo que nos conviene… ¿Hemos visto alguna vez un accidentado ir dando indicaciones al experimentado socorrista sobre lo que tiene que hacer? ¡Pero si ni siquiera puede hablar!
 
Para que lo entendamos de modo más gráfico: cuando nos quedamos “sin batería”, quizá un amigo se detiene, se estaciona junto a nosotros, pegando su coche el nuestro, conecta los cables que lleva en su portamaletas, y nos trasmite la misma energía de su batería… Lo único que ponemos de nuestra parte es nuestra impotencia para arrancar, nuestra carencia total de energía, nuestro desvalimiento, nuestra carestía… y nuestro deseo agradecido de que el amigo nos eche una mano.
 
A veces pensamos que Dios espera que demos los primeros pasos para salir del pecado y sólo cuando hemos avanzado un buen trecho por nuestros propios medios, entonces, interviene Él con su Espíritu Santo. Pensamos que los 7 Dones son para los grandes santos, pero aún no para nosotros. Nada tan falso: los 7 Dones son justamente para los grandes pecadores: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Ro 8:26). “No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10:20). “Nadie puede decir ni siquiera “Jesús es el Señor” sino en el Espíritu Santo”. (1Co 12,3).
 
La vida espiritual está toda entera protagonizada por el Espíritu Santo, desde comienzo hasta el final. Un día le preguntaron a Santo Tomás de Aquino, qué hacía falta para ser santo. Él dijo una sola palabra: ¡Quererlo! Pero incluso en este querer con infinita delicadeza interviene Jesús y Su Espíritu: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer” (Fil 2:13). La conjunción de la gracia divina con la libertad humana es un verdadero milagro, una operación de alta cirugía propia de Dios.
Dios nos creó como seres personales: somos personas; tenemos la capacidad – dada por Él – de conocer, querer y decidir sobre nosotros mismos; incluso ante Dios mismo. Realmente somos dueños de nosotros mismos. A Dios le podemos decir en cierto sentido: “Tú podrás mandar en el mundo entero; pero en mi mundo mando yo”. Y Dios nos dice, – “Exacto. Así te hice yo para que pudieras darme un sí, como nadie, sino sólo tú puede darme”.  Así no hizo Dios para proponernos Su Amistad. Nos trae a la vida sin ni siquiera pedirnos nuestra opinión. La vida, el existir, es un don, un regalo inmerecido de Dios. Podemos pensar sin lugar a ninguna equivocación: – “Existo; luego, soy amado”. Pero, estando ya en la vida, Dios no nos impone, sino nos propone Su Amor y espera nuestra respuesta; no sólo de palabra, sino con nuestras obras, a lo largo de toda la vida. Él, que nos eligió uno a uno, sacándonos de la nada, nos dice – “Te amo” y está pendiente de nuestra respuesta libre y personal.
 
Para que nuestra adhesión a Su Amistad se absoluta e intensamente personal, Dios incluso permite que existan dificultades, tentaciones, obstáculos para que, habiéndolos vencido – con Su ayuda – le demos un sí más libre, más convencido. Porque Dios no nos mete al cielo como los que descargan paquetes desde el camión de trasporte a la bodega, sino que nosotros mismos entremos: San Agustín dijo: “Dios, que te creó sin ti; no te salvará sin ti”
 
En la labor de rescate, nuestro Rescatador, viene con su botiquín y nos salva, ante todo, con sus 7 Dones. Pero antes veamos cómo Jesucristo nos da su Espíritu.
 
1. La promesa del Espíritu Santo y el cumplimiento de la  promesa.
 
a. El Señor prometió enviar Su Espíritu (Jn 16:7-15) y cumplió la promesa en Pentecostés. Aquel día, se produjo la “in-auguración” de la era del Espíritu. Como en toda inauguración hubo algo extraordinario, para que se notara lo nuevo. Después, la presencia del Espíritu, tanto en la Iglesia como en la vida de cada cristiano, se desarrolla con gran senci-llez, pero no con menor eficacia; porque el reino de los cielos está dentro de nosotros y no viene espectacularmente (Lc 17:21). La acción del Espíritu tan discreta y eficaz como nuestro “aliento”.
b. En Pentecostés se produjo el “milagro” de la unidad. El Espíritu Santo se compara al agua (Jn 7:37-39) que da vida, no destruye la variedad de los frutos de la tierra. Hay una singular belleza en la armonía de lo que permanece siendo lo que es y es distinto a la vez: diferenciación no es rivalidad. San Pablo decía: “por la gracia de Dios soy lo que soy”  (1 Co 5,10). Y Jesús lo llamaba “Espíritu de la verdad” (Jn 16,13): El Espíritu hace que cada uno sea lo que es: Los niños, los jóvenes, los adultos, los ancianos, las madres; cada cristiano es lo que debe ser y lo sería “de verdad”.
c. En Pentecostés se presentó  el Espíritu como fuego. El fuego está inseparablemente compuesto de tres cosas: de luz – la verdad –, de calor – el amor – y de movimiento – la libertad –: Donde está el Espíritu se compatibilizan perfecta-mente estas tres cosas: “En lo necesario, unidad; en lo opinable, libertad; en todo, caridad” (San Agustín).
d. La caridad en la fuerza unitiva: “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es presuntuosa, no se jactanciosa; es delicado; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Co 13)
e. Lo recibimos en el Bautismo: “arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré mi Espíritu” (Ez 11). Él nos hace hijos por adopción: La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! (Ga 4,6). Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. (1Co 12,13).
 
2. Importancia del Espíritu en Plan de Salvación
 
a. Tan importante es el Espíritu Santo que, según los Padres , la donación del Espíritu es el fin de la Encarnación: San Atanasio (376) dice: La finalidad última de la Encarnación, además de la glorificación del Padre, consiste en comu-nicar el Espíritu Santo a los hombres: Cristo nos rescató de la maldición… para que por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa. (Ga 3: 13-14). El Verbo ha asumido la carne para que nosotros pudiéramos recibir el Espíritu de Dios; Dios se ha hecho portador de la carne, para que le hombre se haga portador del Espíritu (Discurso sobre la encarnación del Verbo, 8). Por esto mismo ellos llamaban a Cristo “Precursor del Espíritu Santo”.
b. Es tanta la importancia de la presencia del Espíritu entre nosotros que el mismo Señor dijo: Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16:7). Con todo lo importante que era para los Apóstoles la presencia física del Maestro, sin embargo, les convenía que Él se marchara.
 
c. La  es obra de la Trinidad, pero es el Espíritu, el Señor y dador de Vida, que procede del Padre y del Hijo, el que fe-cundó a María Virgen: Creo en Jesucristo, nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo. El inicio  biológico de Jesús es debido al Espíritu. Esto es así – según Santo Tomás de Aquino –  porque el Espíritu Santo es el Amor sustancial y la Encarnación es la máxima expresión de amor de Dios al mundo: Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo Unigénito (Jn 3,16). Además, la fecundación humana, también la que María Santísima experimentó, no puede ser sino una obra y expresión de amor (si esto lo afirmamos de cualquier fecundación humana ¡qué no decir de la que se realizó el día de la Anunciación!).
 
d. ¿Cómo obró el Espíritu en la Encarnación? En la Encarnación, el Espíritu Santo se derramó (unción) sobre la natu-raleza humana que el Hijo asumió como suya. La palabra “xristós”, que en arameo se traduce como “messiá”, signifi-ca “ungido”. Dios prometió al rey David que uno de su descendencia, sería ungido y salvaría a Israel de sus males. Desde ese momento, Israel empezó a esperar al “hijo de David”, al “Ungido” del Señor.  Por esto, a Jesús le llamaron “hijo de David”  y “Mesías” . Es en su condición de hombre como Jesús es “el ungido”.   Podemos distinguir en Jesucristo tres gracias: la “de unión”, la “santificante” y la “capital”. La primera, une; la segunda sobrenaturaliza la naturaleza humana que Él asume, y la tercera le constituye cabeza de la nueva humanidad.  Al ahondar en esta temá-tica captaremos que el Hombre, Jesús de Nazaret es mucho más cercano a nosotros de lo que suponemos. La acción del Espíritu se lleva a cabo en la Persona del Hijo; pero es su Humanidad sobre la que desciende le Espíritu del Señor. Su Humanidad, diríase, es el cable en y a través del cual, Él nos trasmite su Energía, su Gracias, la Fuerza de Su mismo Espíritu…
 
i. La gracia de unión El Espíritu, en primer lugar,  unió la naturaleza divina y la naturaleza humana en la Per-sona del Verbo. Se llama gracia de unión a aquella por la cual la naturaleza humana subsiste en la Persona del Verbo. Esta gracia derramada sobre la naturaleza humana, es absolutamente única e incomunicable, porque pertenece sólo al Verbo. Por esta gracia queda divinizada la naturaleza humana asumida por el Verbo, sin que experimente en absoluto alteración alguna, en cuanto que sigue siendo plenamente humana.
 
ii. La gracia santificante Al mismo tiempo y en el mismo hecho, el Espíritu santificó la naturaleza humana del Verbo con la gracia santificante, que elevó la naturaleza humana del Verbo para que pudiera obrar sobrenatu-ralmente. La naturaleza humana de por sí es radicalmente incapaz de obrar por encima de su natural y propia capacidad. Esta gracia santificante es connatural a la gracia de unión,  pone el alma de Cristo a la altura de su unión con el Verbo. Esta gracia hace que la naturaleza humana – que subsiste en el Verbo en virtud de la gracia de unión – pueda obrar como conviene a un alma sublimada a tan excelsa dignidad, y producir efectos divinos. Por esta gracia, cada una de las facultades del alma de Cristo quedaron capacitadas para obrar de un modo divino.
iii. La gracia capital Cristo es el Hijo unigénito del Padre, pero al encarnarse  se constituye en el primogénito de muchos hermanos: Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos (Ro 8:29); El es Imagen de Dios invisible, Pri-mogénito de toda la creación. (Col 1:15) Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación. Pues tanto el santificador como los santificados, tienen el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos (Hb 2:11-12).
 
3. ¿Cómo obra el Espíritu en nosotros?
 
a. El Espíritu nos transforma en “hijos en el Hijo”
i. Un perro adiestrado puede llevar a cabo acciones humanas, por ejemplo, saludar o traer el periódico; pero siempre será un animal el que actúa. Cuando Dios nos invita a tratarle como Padre, primero nos transforma en hijos suyos, haciéndonos partícipes de Su misma naturaleza divina (2Pe 1:4): Mirad qué amor nos ha tenido el Padre  para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Juan 3:1). Recibisteis un espíritu de hijos  adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. (Ro 8:15-16).
ii. Esta trasformación se produce en el Bautismo, el baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo (Tt 3:5; 2 Co 5:17; Jn 3:5-6; CEC 1213). Desde el Bautismo somos íntimos a Dios Padre,  gracias al Espíritu Santo, que es la Intimidad misma de Trinidad: “La vida íntima, eterna, es lo que constituye a Dios en Comu-nión”. Cuando Dios derrama su Espíritu en lo más íntimo de nosotros, en nuestros corazones, lo que hace es derramar en nosotros su Comunión: El Amor de Dios ha sido derramado en nosotros con el Espíritu Santo que se nos ha dado (Ro 5:5). Desde el Bautismo Tenemos acceso al Padre por medio de Cristo en el Espíritu (cf. Ef 2,18). Sin el Espíritu, quedaríamos como extranjeros y huéspedes; en El, en cambio, llegamos a ser conciudadanos de los santos y familiares de Dios (cf. Ef 2,19). Esta íntima familiaridad es lo que posibilita la oración de un cristiano y la vida entera de relación íntima con Dios. Ese principio de intimidad lo llevamos dentro constantemente.
iii. Aquel germen de vida injertado en el cristiano por el Espíritu, acogido y hecho crecer a través de la fe y los sacramentos, es la vida filial, en virtud de la cual el cristiano, incorporado por el Espíritu a Cristo, que es el Hijo de Dios por naturaleza, llega a ser en El hijo del Padre por gracia. Los cristianos a través del Espíritu suben al Hijo y a través del Hijo al Padre (San  Ireneo, Contra las herejías, V, 36,2); llegan a ser, como dicen los Padres, hijos en el Hijo.
b. El Espíritu nos hace obrar como hijos de Dios
i. El Espíritu no solo hace hijos en el Hijo, sino que favorece tal experiencia concediendo los sentimientos filia-les: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: Abbá (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios (Rom 8,14-16; cf. también Gal 4,4-7).
ii. Para San Pablo, por tanto, el Espíritu, además de hacer a los hombres hijos de Dios, gratificándolos con el don de la adopción, da también la experiencia de serlo, llevándolos a invocarlo dulcemente como Padre y dando testimonio de la adopción divina. Los santos hablan de el atrevimiento de llamar a Dios Padre,  (S. Basilio, El Espíritu Santo, XV, 36).
iii. El cristiano está verdaderamente redimido cuando deja que el Espíritu infunda dentro de él el espíritu filial —espíritu de libertad y de incondicional confidencia—; es decir, cuando se siente como un niño que tiene abso-luta necesidad del Padre a quien dirigir su plegaria filial, y que por sí solo no puede decir ni siquiera“papa”. Entonces será el mismo Espíritu quien, como una madre presurosa, le ayudará a gritar con inmensa ternura: “¡Abbá, Padre!”.
iv. Esta disposición de ánimo filial no es  algo superficial, que toca solo la esfera emotiva, sino que brota de lo íntimo de la persona y es originada por el descubrimiento de la paternidad de Dios, tal como fue revelada por Cristo: paternidad divina no en sentido metafórico, sino real y auténtico. De este modo, el Espíritu hace tomar viva conciencia de la condición de hijos de Dios, descubrimiento éste que implica las energías más intimas del Espíritu, haciendo crecer y transformar a toda la persona.
v. Tal disposición filial se expresa, existencialmente, además de en la oración filial, también y sobre todo en la obediencia filial. Al seguimiento de Jesús, cuya existencia coincide con el ser hijo, y esto en la identificación con la voluntad del Padre: Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn 4,34; 6,38). La vida filial del cristiano bajo la guía del Espíritu será una constante búsqueda de la voluntad del Padre para conformarse con ella, por amor y no por temor, porque el Espíritu es Aquel que libera del temor del esclavo e introduce en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8,14-16; Gal 4,4-7).
vi. Así, en esta continua conformación con el Hijo crece la imagen del Hijo y, paralelamente, también los senti-mientos filiales: El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor está la libertad. Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor (2 Cor 3,17-18).
c. El Espíritu Santo nos hace orar como hijos de Dios
i. Él es el protagonista de nuestra oración: El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sa-bemos pedir lo que nos conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables (Ro 8:26). No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros (Mt 10:20). Os hago saber que nadie puede decir “Jesús es el Señor” sino en el Espíritu Santo. (1Co 12,3)
ii. Es muy importante subrayar la cercanía que existe entre Jesús y nosotros como hijos que hablamos con el Padre.
 
1. Jesús oraba Cuando intentamos profundizar en el papel del Espíritu Santo en la oración, es muy im-portante que recordemos algo elemental: también Jesucristo hacía oración. De hecho, con mucha fre-cuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en oración (Lc 3,21-22; Lc 6,12; Mt 14,19; 15,36; Mc 6,41; 8,7; Lc 9,16; Jn 6,11; Lc 9,28-29; Mc 7,34; Jn 11,41 ss; Lc 11,1; Mt 11,25 ss; Lc 10,21;Mt 19,13; Lc 22,32; Mc 1,35; 6,46; Lc 5,16; Mt 4,1; 14,23; Mc 1,35; Mt 14,23.25; Mc 6,46.48; Lc 6,12; Jn 17,1-26; Mt 26,36-44; Lc 23,34.46; Mt 27,46; Mc 15,34) (Directorio # 40).
 
2. Jesús ora como hombre Cuando Jesús oraba hablaba al Padre no como Dios – y esto es sumamente importante y nunca se insistirá bastante –, sino como hombre, y lo hacía impulsado por la misma gracia que actúa en nosotros cuando oramos: la gracia santificante; aquella de la que hablábamos antes y que Él la recibió como hombre en el instante de la Encarnación.  Este dato es muy digno de subrayarse porque nos aproximamos  mutuamente entre Él y nosotros como seres humanos que oran. Es verdad, como enseña la teología, las acciones se imputan al sujeto, y el sujeto en Jesús es la Persona del Verbo, sí: pero así como cuando se duerme en la barca, cuando se pone nervios, o llora por el amigo muerto, lo hace como hombre… así también, la oración de Jesús es como la nuestra: es humana y animada por la misma gracia santificante que nosotros poseemos desde el Bautismo.

3. Jesús oraba movido por la gracia La naturaleza humana que el Verbo asumió fue tan pecadora como la nuestra (Ga 4:3-5) y tan elevada como la nuestra; aquella por la Encarnación y juntamente con la gracia de unión y la capital, y nosotros por el Bautismo. Mientras la gracia de unión  y la capital sólo existen en Cristo, la gracia santificante la recibimos también nosotros y nos capacita para hacer las cosas como hijos de Dios, incluso la oración.  La gracia santificante o habitual, se encuentra también en el alma de los bautizados, igual que en el alma de Jesucristo; sólo que en Cristo esa gracia está en su toda su plenitud. Nuestro ser hijos en el Hijo consiste en la participación: De su plenitud hemos recibido todos,  gracia tras gracia. (Jn 1:16).

iii. El Espíritu Santo, al derramarse en el alma de Cristo, le infundió la plenitud de Sus dones y de las virtudes: En Él Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé. Y le inspirará en el temor de Yahvé. (Is 11:1-3). En nosotros el Espíritu obra de modo semejante, si li-bremente colaboramos con la gracia.
iv. En la acción del Espíritu en nosotros la Teología distingue entre los dones, las virtudes, los frutos y los carismas.
 
1. Los dones disponen al cristiano para que pueda ser movido y dirigido en el sentido de su filiación divina. Con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción divina
2. Por las virtudes el cristiano obra sobrenaturalmente, y obra de un modo conforme a su condición ra-cional y humana por movimiento propio, por iniciativa personal.
3. Los frutos manifiestan hacia dentro de nosotros y hacia fuera, que lo que realmente nos impulsa es el Espíritu de Cristo, el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Los frutos del Espíritu son: “caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, dulzura, confianza, modestia continencia y castidad” (Ga 5,22-23).
4. Los carismas son gracias que Dios da al cristiano, no para sí mismo, sino para capacitarlo para que haga el bien a sus hermanos.
 
d. El Espíritu Consolador y Abogado
 
i. Nuestra debilidad, nuestra mediocridad, nuestra condición de hombres pecadores, se nos interponen como una razón para no orar. Mas, vistas las cosas a la luz de fe, lo que podía ser un obstáculo, es precisamente el un motivo para no desanimarnos. Jesús no llamó a Sí a los satisfechos y a los complacidos de sí mismos, sino a los que experimentaban carestía, necesidad, penuria y escasez: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí»,  como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él (Jn 7:37-39). No en vano el Espíritu se llama Paráclito, termino que  reúne en sí fusionando el papel del Consolador y Abogado.
ii. El hombre que vive todavía inmerso en la fragilidad, en la incertidumbre y en el fluctuar del tiempo, experi-menta la dificultad en orar e ignora también qué puede pedir. Pero no por esto debe desanimarse, por que el Espíritu le sale al encuentro para hacer posible lo que sin él es imposible: El Espíritu viene en ayuda de nues-tra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nos otros con gemidos inefables (Ro 8,26-27). Lo que era un obstáculo se convierte, por bella paradoja, en motivo de gloria para nosotros, porque entonces el mismo Espíritu viene en nuestra ayuda y aboga por nosotros.  Esta incapacidad es  un eco de lo que dijo el Señor Sin mí, no podéis hacer nada (Jn 15,5), o, si se quiere, una repetición de lo que dijo el Apóstol en otro lugar: Os hago saber que nadie puede decir “Jesús es el Señor” sino en el Espíritu Santo. (1Co 12,3).
iii. Jesucristo vino a rescatarnos del fondo del abismo del pecado. Pero no un rescatador que con el “manual del rescatador”, nos va leyendo desde arriba y dándonos instrucciones para que nosotros nos salvemos. El desciende al abismo con su “maletín del socorrista” donde tiene los 7 Dones del Espíritu Santo. Como Hombre él fue movido por el Espíritu Santo. Jesucristo nos da su mismo Espíritu; el que actuó en Él en sus momentos más dé-biles y nos impulsa a actuar dejándonos mover por su Espíritu.
e. Los dones del Espíritu Santo El cristiano ora movido por el Don del Espíritu. El Espíritu infunde en nosotros sus do-nes.
i. ¿Qué son los dones del Espíritu Santo? Los dones son bienes gratuitos que el Espíritu nos reparte juntamente con la gracia santificante y las virtudes infusas (fe, esperanza y caridad) y que habilitan al cristiano para vivir sobrenaturalmente. A pesar de la transformación radical que experimentamos en nuestro Bautismo, no recupe-ramos el estado de primitiva integridad que Adán tuvo antes de pecar. La razón queda sujeta al error y la vo-luntad está expuesta a desfallecimientos. El Espíritu nos ayuda por medio de sus inspiraciones. Pero, para que sus inspiraciones sean bien acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones son los dones del Espíritu Santo.
ii. ¿Cuáles son estos  dones del Espíritu Santo?
 
1. Don de Sabiduría. Es un conocimiento sabroso de las cosas espirituales, un don sobrenatural para co-nocer o estimar las cosas divinas por el sabor espiritual que el Espíritu Santo nos da de ellas; un cono-cimiento sabroso, íntimo y profundo de las cosas de Dios No es lo que se llama devoción sensible.
2. Don de Entendimiento.  Nos hace ahondar en las verdades de la fe. San Pablo dice que el «Espíritu que sondea las profundidades de Dios, las revela a quien le place» (1Cor 2,10). No es que este don disminuya la incomprensibilidad de los misterios o que suprima la fe, sino que ahonda más en el miste-rio que el simple asentimiento de que le hace objeto la fe. Leemos un texto de las Escrituras, lo hemos leído y releído un sinnúmero de veces sin que nos haya impresionado, pero un día brilla de repente una luz que alumbra hasta lo más íntimo de la verdad enunciada en este texto. ¿Hemos llegado a ese resul-tado por medio de nuestra reflexión? —No. Una iluminación, una ilustración del Espíritu Santo, es la que, por el don de Entendimiento, nos dio el ahondar más profundamente, en el sentido oculto e íntimo de las verdades reveladas.
3. Don de Consejo. el Espíritu Santo responde a aquel suspiro: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 9,6). — Ese don nos previene contra toda precipitación o ligereza, y, sobre todo, contra toda presunción, que es tan dañina en los caminos del espíritu. Jesucristo decía que nada hacía que no viese hacer al Padre: «Nada puede hacer el Hijo por sí, fuera de lo que viere hacer al Padre» (Jn 5,10). Jesús contemplaba al Padre para ver en Él el modelo, de sus obras, y el Espíritu de Consejo le descubría los deseos del Padre, de ahí que todo cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre: «Siempre hago lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29).
4. Don de Fortaleza. No basta a veces conocer la voluntad de Dios; la naturaleza decaída ha menester a menudo energías para realizar lo que Dios quiere de nosotros; pues el Espíritu Santo, con su don de Fortaleza, nos sostiene en esos trances particularmente críticos. Hay momentos en los que podemos temer las pruebas de la vida. Es imposible que falten semejantes pruebas; y aún puede decirse que serán tanto más duras cuanto a más adelantemos por los caminos de Dios. Hemos de saber que nos asiste el Espíritu de Fortaleza: «Permanecerá y habitará en vosotros» (Jn 14,17). Como los Apóstoles en Pentecostés, seremos también nosotros revestidos de la «fuerza de lo alto» (Lc 24,49), para cumplir generosos la voluntad divina, para obedecer, si es preciso, «a Dios antes que a los hombres» (Hch 4,19), para sobrellevar las contrariedades que nos salgan al paso. Por eso rogaba con tantas veras San Pablo por sus caros fieles de Éfeso, a fin de que «el Espíritu les diera la fuerza y la firmeza interior que necesitaban para adelantar en la perfección» (Ef 3,16). El Espíritu Santo dice a aquel a quien robustece con su fuerza lo que en otro tiempo dijo a Moisés: no temas, «yo estaré contigo» (Ex 3,12). Tendremos a nuestra disposición la misma fortaleza de Dios. Esa, ésa es la fortaleza en que se forja el mártir.
5. Don de Ciencia.  nos hace ver las cosas creadas en su aspecto sobrenatural como sólo las puede ver un hijo de Dios. — Hay múltiples modos de considerar lo que está en nosotros o en nuestro contorno. Un descreído y cristiano contemplan la naturaleza y la creación de muy diversa manera. El incrédulo no tiene sino ciencia puramente natural, por muy vasta y profunda que sea; el hijo de Dios ve la creación con la luz del Espíritu Santo y se le aparece como una obra de Dios donde se reflejan sus eternas per-fecciones.
6. Don de Piedad. Concurre directamente a regular la actitud que hemos de observar en nuestras relacio-nes con Dios: mezcla de adoración, de respeto, de reverencia hacia una majestad que es divina; de amor, de confianza, de ternura, de total abandono y de santa libertad en el trato con nuestro Padre, que está en los cielos.
7. Don de Temor de Dios. Hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo que merece el pe-cado; temor servil, falto de nobleza, pero que a veces resulta provechoso.  Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado porque ofende a Dios, y éste es el temor filial, que es, a pesar de todo, imperfecto mientras vaya mezclado con temor de castigo.
 
4. Esos son los dones del Espíritu Santo. «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos tales son hijos de Dios» (Rm 8,14). Al dejarnos, pues, guiar por ese espíritu de amor, cuando somos, en la medida de nuestra flaqueza, constan-temente fieles a sus inspiraciones, entonces nuestra alma obra totalmente en consonancia con su adopción divina; enton-ces produce frutos que son término de la acción del Espíritu Santo en nosotros, a la vez que recompensa anticipada por nuestra fidelidad a la misma: Esos frutos los enumera ya San Pablo, y son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, dulzura, confianza, modestia continencia y castidad (Ga 5,22-23).

 

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